El artículo que nunca me atreví a escribir

NOTA AUTOR: ESTA COLUMNA ES LA ÚNICA INÉDITA DE MI ÚLTIMO LIBRO «ALGUNAS RAZONES» (DICIEMBRE 2017). HA SIDO UN ARTÍCULO QUE, COMO EXPLICO EN LA INTRODUCCIÓN, ME RESULTÓ MUY DIFÍCIL DE ESCRIBIR POR LAS IMPLICACIONES EMOCIONALES QUE CONLLEVA. HOY, 1 DE NOVIEMBRE, LO PUBLICO EN ESTE BLOG PORQUE COMIENZA «MOVEMBER», ESE MES/CAMPAÑA EN EL QUE MUCHOS HOMBRES SE DEJAN BIGOTE PARA CONCIENCIAR SOBRE EL CÁNCER DE PRÓSTATA O TESTICULAR. NO VOY A DEJARME BIGOTE. YO OS DEJO MI TESTIMONIO.

 

 

Han pasado cuatro años. Me ha dado tiempo a sentir muchas cosas desde entonces. A circular por los estados de ánimo con la confusión de quien pretende ver el paisaje subido a una de esas atracciones vertiginosas que hay en los parques temáticos. Sentí miedo, desamparo, malestar, vergüenza, pudor, ilusión, confianza,… pero nunca me atreví a escribir sobre todas ellas. Hasta hoy.

La primera vez que escuché las palabras ‘orquiectomía radical’, en la consulta del urólogo, ya estaba demasiado asustado como para atemorizarme más. El especialista que me había realizado la ecografía testicular me lo soltó a bocajarro, varios días antes, mientras redactaba el informe en su ordenador, con una indiferencia funcionarial, y yo intentaba desprenderme del gel de ultrasonido arrasando varias hectáreas de bosque. Vaya, acabo de darme cuenta que ya puedo bromear cuando hablo de ello.

-Tiene usted un tumor testicular. No le podrán hacer punciones. Tendrán que quitarle el testículo. No se preocupe, podrá ser padre sin problema. Eso no afecta a su fertilidad.

Apenas pude añadir una conjunción, un sonido, un aliento. Nada. Solo un silencio visible, educado, mientras en mi mente se declaraba la tercera guerra mundial. Estaba solo. Nadie me acompañó a la prueba. Ni siquiera mi pareja. Sí lo hizo, cuatro días después, cuando acudí con las pruebas a la consulta del urólogo. Pero aquel día… creo que nunca me he sentido tan indefenso ante los acontecimientos, tan vulnerable. Tan solo. Por eso cuando el doctor Mondéjar, molesto por la libertad que el radiólogo se había tomado al comunicarme el diagnóstico, pronunció las palabras ‘orquiectomía radical’, mi piel ya era solo miedo.

De repente, el tiempo se aceleró. Los diagnósticos, los quirófanos. En un día me hicieron todas las pruebas del preoperatorio y el miércoles 13 de noviembre, me operaban. El tamaño del tumor era de 2,4 x 1,5. Era mixto, en un 90% seminoma clásico y en un 10% carcinoma embrionario. Yo, en mi infantil análisis de los acontecimientos, llamaba al seminoma, tumor bueno, como si existiese un tumor bueno. Tardé una semana en conocer esos datos. Durante ese tiempo pasé por todos los estados de ánimo posibles. Creo recordar que en algún minuto despistado le di tregua a mi laberinto y pensé que todo iba a salir bien. El resto del tiempo, intentaba adelantarme a los peores acontecimientos, como si mirar un limón durante horas pudiese atenuar su amargor. Pero lo que no me gustaba era hablar de ello. Esa guerra interna de sentimientos y desencuentros era privada, exclusiva. O así lo percibía yo. Hasta las preguntas de mi entorno más cercano me molestaban pero debía disimular esa sensación. Detesto esa condescendencia con la que las personas tratamos el mal carácter de los enfermos. Y no quería notar eso en el comportamiento de los demás cuando me ayudasen a levantarme, cuando me curasen la cicatriz o cuando presintiesen que llevaba demasiado tiempo callado.

Tras la primera consulta con el oncólogo, el doctor Federico González, los tantos por ciento se agolparon en mi cerebro. El cáncer testicular se cura en una tasa del 90%. En los estados iniciales, como el mío, en un 100%. Pero ese 10% de carcinoma que detectó la biopsia obligaba a someterme a una vigilancia exhaustiva. Eso significaba analíticas con marcadores tumorales, TAC con contraste intravenoso, radiografías y ecografías testiculares y abdominopélvicas. Los seminomas, según me explicó el doctor González, al estar confinados en el testículo, se propagan por el sistema linfático con mucha lentitud. Sin embargo, el ‘no-seminoma´ era el rápido, el que despista, el traidor que aparece cuando ya no se le espera. De ese, había un 10%. Nunca un porcentaje me pareció tan absoluto.

Recuerdo que lo primero que me llamó la atención al llegar a la planta de oncología del hospital fue la decoración. Era completamente distinta al resto. Se abrían las puertas del ascensor y parecía que habías llegado a una clínica más sofisticada, un oasis en aquel edificio de colas, voces, puertas y confusión. Era un espacio silencioso, con tonalidades nada estridentes, neutro, con mucha más luz natural. Siempre lo percibí como una decoración placebo, como la estrategia del niño que actúa cariñosamente antes de que se descubra su travesura.

Tuve la inmensa fortuna de que los resultados fueran positivos y el doctor optase por no someterme a ningún tipo de sesión de radio ni quimio. Eso sí, cada tres meses debía volver a hacerme todas las pruebas. Así durante el primer año. Si el resultado seguía siendo el esperado, las pruebas se irían espaciando hasta llegar a realizar una comprobación al año. El doctor me explicó que si el cáncer regresaba, solía hacerlo dentro del primer o segundo año. Eso significaba que, a partir de ese momento, tenía dos opciones: vivir asustado o vivir confiando en la ciencia. La segunda opción se convirtió en mi fe. Por eso aprovecho este artículo que nunca me atreví a escribir para reclamar al Gobierno una casilla, en la declaración de la renta, para que podamos ceder ese porcentaje que, habitualmente recibe la iglesia católica, ya sea directamente o a través de sus empresas de fines sociales, a la investigación y a la ciencia. Porque rezar te puede distraer pero quien te cura es la ciencia.

Sin embargo, a partir de ese momento, empecé a percibir con más intensidad algo que había estado latente durante todo ese tiempo pero que la actividad médica y el postoperatorio habían mantenido anestesiado. A veces creo que no hay peor tumor que el temor. Puede que el miedo a la enfermedad, a la forma de morir, sea un temor universal pero no es el único. Hay tantos como grietas dejemos sin sellar en nuestra historia. Me sometí al miedo. Guardé su foto en la cartera, le permití que se sentase conmigo en el sofá y que fuese mi compañero de cama. Ya no era miedo a perder la salud, que la sentía vigilada; era miedo al rechazo. Soy un hombre que ayer fue un adolescente, y mucho antes un niño, con un serio déficit de autoestima y a eso, como a las enfermedades crónicas, uno puede acostumbrarse, puede llegar a tener una calidad de vida estupenda, pero nunca desaparece del todo.

Dos meses después de la intervención quirúrgica, mi pareja rompió nuestra relación de seis años. Con mi madre y mis hermanas viviendo fuera, no resultó sencillo enfrentarse a todo eso solo pero nunca pedí ayuda. Ignoro que imbécil mecanismo neuronal me llevó a acostumbrarme a la soledad de la sala de espera. En los hospitales, como en las nochebuenas, la soledad se torna definitiva. Tanto para las pruebas como para las revisiones, los pacientes siempre llegaban acompañados. Yo iba solo. Y aunque sentía esa ausencia, al rato pensaba que era lo mejor. Así nadie se sentiría en la obligación de darme conversación, de bromear, de quitarme de la cabeza los pensamientos inconexos que iban y venían. Elegí encerrarme, no hablar de aquello en las redes sociales, callar. Mi vida sexual desapareció casi por completo. Llegué a temer los encuentros sexuales. Miedo a desnudarme ante los ojos de los demás. Ese infierno pactado duró demasiado tiempo. La convalecencia no es buena amiga de la incertidumbre, ni del miedo, y mucho menos del duelo. Tarde casi un año en volver a tener relaciones sexuales con otra persona. No me costó mucho. No soy una persona muy sexual y acabé acostumbrándome al aislamiento de mi propio cuerpo. Supongo que ahora habrá quien bromee con alguna de mis fotos actuales en redes sociales como Instagram. A esas personas les digo que tal vez esa fuese una manera de volver a sentirme deseado, puede que esa fuese mi mejor terapia, pero, en cualquier caso, deberíais aceptar de una vez que las redes sociales son ficción. Una ficción basada en un hecho real, que somos nosotros mismos, pero ficción al fin y al cabo.

Ya puestos a desnudarme, les voy a contar algo. Hace quince años, solía quedar con mis amigas Pili y Mónica para ver Sexo en Nueva York. Me iba comprando las temporadas y un día a la semana quedábamos en una casa, pedíamos pizza, y nos veíamos tres o cuatro capítulos de una sentada. Éramos de las que lo celebrábamos todo: cada encuentro de Carrie con Mr. Big, la desinhibición de Samantha, el romanticismo de Charlotte y la ironía de Miranda. Recuerdo que en la cuarta temporada, Steve, que en ese momento está saliendo con Miranda, le confiesa que tiene un cáncer testicular. Tras la operación, hay varias secuencias en las que Samantha bromea al respecto mientras juegan al billar y se habla de bolas. Aquella secuencia nos hizo llorar de la risa. No deja de ser curioso que aún hoy sea incapaz de volver a ver esa secuencia. A ese miedo me refiero. Al que espera cualquier despiste para recordarte que sigue ahí. Apaciguado pero presente.

Fue entonces cuando el periodista Mario Suárez se puso en contacto conmigo. Él había publicado un libro, titulado “Hola, cáncer”, y en él narraba, de forma amena y divulgativa, que había padecido un cáncer testicular aunque, en su caso, el tumor era mucho más grande y tuvo que someterse a las siempre duras sesiones de quimioterapia. Hablamos de la enfermedad, de su libro y me explicó el compromiso social, que él mismo había adquirido, de concienciar a la población masculina respecto a este tipo de cáncer. Muchos de esos casos podían atajarse a tiempo con una simple exploración manual, al igual que hacen las mujeres con el cáncer de mama, y me transmitió la necesidad de crear un discurso, buscar voces, referentes, que animasen a la autoexploración, hablasen del cáncer testicular y de lo importante que es detenerlo cuando aún está incipiente. Le escuché con sumo interés hasta que me hizo una pregunta que me desconcertó:

-¿Por qué nunca has querido hablar de ello?

Fue como si alguien agarrase mi cabeza y comenzase a girarla, como una naranja sobre la cúpula de un exprimidor, buscando extraer la mayor cantidad de zumo. Viaje mentalmente hacia el inicio de todo eso, que ya no era solo una enfermedad, también era un abandono, una ausencia, una soledad, un silencio. En apenas unos segundos me llené de las mismas razones que ya, tiempo después, no podía seguir respetando como válidas. Mario me habló de la necesidad de que los hombres con cierta trascendencia social o mediática hablásemos del cáncer testicular. Creo que en aquel momento le expliqué que aquello era muy incómodo para mí, que prefería no hablar de ello porque no me sentía con fuerzas para afrontar todo lo que significaba aquello. Pero aquella pregunta, de alguna manera, es la responsable de que hoy esté aquí, escribiendo estas palabras.

La ausencia de mi familia, el mal momento de mi relación sentimental, el miedo a no volver a ser atractivo sexualmente, sutilmente aderezado con una precaria salud económica, con seguridad influyó en mi estado de ánimo a la hora de enfrentarme a la enfermedad. Pero siempre que lo intentaba, había algo que me lo impedía, algo en el discurso oficial que resonaba en mis oídos como las uñas rasgando una pizarra. Voy a intentar explicarlo con el deseo de que ninguna de mis palabras sea malentendida.

Sé que esto no es una carrera en la que haya posiciones más o menos favorables a la hora de tomar la salida pero con el tiempo comprendí que hubo muchos factores que hicieron de mi mala experiencia una vivencia mucho más amable que otras. Hay caminos infinitamente más duros y traumáticos y  personas que se han enfrentado a ellos como auténticos gigantes. He conocido a muchas de esas personas y solo albergo admiración y cariño. Sin embargo, no podía enfrentarme a la exhibición de la enfermedad. Suelo dar un paso hacia atrás cuando veo a personajes públicos hablar del cáncer desde ese espíritu optimista que ha caracterizado el relato de la enfermedad de un tiempo a esta parte.

Tienes que sonreír. No importa si tienes miedo, si te has quedado calvo con la quimio o si las últimas noticias de tu oncólogo no son tan buenas como esperabas. Tienes que ser optimista, hablar de felicidad, todo el rato. Y yo ya no sé si ese discurso es el que necesitan escuchar las personas enfermas o es el más cómodo para el resto de nuestra sociedad. Al menos, el más vendible. “Eres admirable, la dignidad con la que lo estás llevando”, “te veo siempre con una sonrisa”, “tu estado de ánimo es muy importante para curarte”. Todas esas palabras llegaban a ofenderme. Sé que son palabras de apoyo, que carecen de mala intención, pero su sobreactuación me hería. Aún hoy me hieren porque una enfermedad nunca, jamás, es motivo de alegría, optimismo y satisfacción. Cada uno se defiende como puede. Hacerlo con una sonrisa no es una manera más digna o admirable de luchar que cualquier otra. Me atrevería a decir que incluso no luchar también es una opción. Y ese discurso del optimismo coloca a algunos enfermos, al menos es lo que sentí yo, en un lugar terrible ante el relato oficial, porque sientes que encima tú tienes la culpa por no sentirte bien, por no ser capaz de sonreír, por no ser un ejemplo para toda la sociedad. Si ya tienes que bregar con el hecho de estar enfermo, ahora además tienes que ser feliz, llevarlo bien, no mostrar vulnerabilidad ni decaimiento porque, si lo haces, tu enfermedad será incómoda de ver, violenta para los demás. Es como si la era Instagram hubiese afectado a la dolencia y ahora también tuviese que ser fotogénica. Y no. Lo siento. Respeto a todos aquellos que decidieron vivirla con una sobredosis de optimismo pero reivindico que haya un espacio, en ese relato oficial e inevitable, para aquellos a los que no les apetece sonreír. No quiero decir con eso que haya que darle portadas de revistas y minutos de televisión al discurso apesadumbrado. Quiero decir que deberíamos pensar un poquito en el efecto que el exceso de optimismo produce en otros enfermos. Exceso. Porque eso es lo que la sociedad mediática exige: un superávit de cualquier sentimiento que al final solo sirve para subrayar el déficit.

No me siento orgulloso de mi decisión. No tengo ningún problema con el exhibicionismo que contagia nuestro comportamiento en esta era de redes pero hay aspectos de mi vida que me cuesta mostrar. Antes prefiero mostrarme desnudo que exhibir la fragilidad del dolor. Por eso reivindico el silencio, el refugio, la rabia, como opciones tan válidas y dignas como cualquier otra.  Entendí que lo que Mario quería decirme era que de la misma manera que reivindicaba referentes cuando hablaba de orientación sexual e identidad de género, se necesitaban referentes positivos para enfrentarse a la enfermedad y su tratamiento y no caer en el desánimo. Pero para mí es distinto crear referentes que animen sobre algo objetivamente positivo que crear referentes positivos sobre algo objetivamente negativo como es estar enfermo. Quizá por eso hay que ser optimista. No lo sé. Lo único que pretendo es que se tenga en cuenta, cuando se articula ese discurso del enfermo feliz, que hay muchos enfermos que no lo están y que esas palabras, en muchos o pocos casos, eso da igual, solo les hacen más daño.

No sé si este es el punto y final de este artículo. Puede que solo sea un punto y seguido.

-¿Estoy curado? –pregunto siempre cuando me confirman que los resultados son buenos.

Y los oncólogos, sonríen pero no contestan. Supongo que no se atreven a ponerle el punto y final. Pero sé que todo va bien. De momento.

Y vuelvo a la calle. Y sigo enfrentándome a mis miedos, a mis fantasmas y a mis duelos en la estricta soledad. Deseo que eso cambie algún día pero, mientras tanto, creo que he aprendido a convivir conmigo mismo, a quererme incluso cuando no me valoro y a disculparme si me equivoco. Y eso, también es un triunfo. Como ponerle el punto y final a un artículo que, hasta hoy, nunca me había atrevido a escribir.

 

Un Comentario

  1. Ángel Herrera Cervera

    Bravo!

  2. joaquin manuel alvarez gonzalez

    Un abrazo y mucho animo.

  3. MetodoHeredia

    Ánimo y fuerza querido ❤️

  4. Gracias.!!, gracias por compartir algo tan intimo…

  5. El caso es que quiero dejar un comentario para agradecerte esta lectura, pero no se que palabras usar. Así que eso es todo lo que te voy a decir.
    Que tengas un bonito día!

  6. Adrián

    Hola! Saludos desde Costa Rica. Recién pasé por todo ese proceso y me identifiqué mucho. Me gustaría ponerme en contacto via email. Saludos!!

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