El error humano

Partimos del miedo. Del irracional, de ese que, como explicaba el gran José Antonio Marina en su imprescindible Anatomía del miedo, ha trenzado la historia de la Humanidad. Hemos sentido miedo y por eso levantamos una sociedad obstinada en librarse de su salvaje influjo, que busca permanentemente la seguridad y, a su vez, no deja de investigar formas de amedrentar a los demás basadas en el miedo que somos capaces de inspirar. Partimos del miedo y ese no es un buen punto de partida ni el aconsejable entorno para el debate.

Poco sabemos del virus del Ébola más allá de la estela de muerte que ha dejado a su paso. Desde su primer brote, en el año 1976 en África, hasta hoy solo hemos acumulado miedo. Por eso cuando el Gobierno decidió repatriar a los dos misioneros infectados de Ébola, Miguel Pajares y Manuel García Viejo, el recelo se propagó. Confieso que temí. En el tratamiento de cualquier enfermedad infecciosa, lo fundamental es tener a la persona aislada, controlada en todo momento, impidiendo así la dispersión del virus. Y hasta en esos casos de extrema vigilancia, se corren riesgos.

Aquí nos dijeron que no había peligro. Cual Quijotes, íbamos a ser el segundo país del mundo en repatriar a sus enfermos, después de Estados Unidos. Una puntualización: EEUU repatría enfermos para investigar el Ébola y trabajar en su vacuna. Digamos que el Gobierno del PP no se ha caracterizado por su apoyo a la ciencia y a la investigación.

Posiblemente lo lógico hubiese sido esperar, tener más datos sobre el contagio y, ante todo, tener un protocolo de actuación ensayado, sólido y sin fisuras. La duda es una aliada del miedo. En aquel momento pensé que España no era un país como Estados Unidos, amenazado de terrorismo bacteriológico y que ya había creado y llevado a la práctica todo un protocolo de actuación ante esos casos. Todo yo era una duda y a las autoridades sanitarias solo les faltó llamarnos histéricos e inhumanos por tener miedo. Pero lo peor no era ese temor; lo peor era que dudábamos de ellos.

No tenemos unos dirigentes en los que confiemos. No les creemos. Y si ellos nos dicen que está todo controlado, desconfiamos. Aún así, y cargando sobre nuestras espaldas las críticas de aquellos que interpretaban nuestra desconfianza como una muestra despreciable de insolidaridad, superamos nuestros temores. Hasta el pasado lunes, cuando Teresa Ramos, la auxiliar de enfermería que había tratado a García Viejo, ingresaba víctima del contagio en el hospital Carlos III de Madrid.

Admito que cometí el error de hacer una lectura de la situación contaminada por mis prejuicios. Antepuse la profesión del religioso a su condición humana. Manifesté que las razones que empujaron al Gobierno a correr el riesgo de traer a España a los dos misioneros infectados residían, precisamente, en su carácter religioso. Que si hubiesen sido empresarios, turistas o cooperantes, la prudencia hubiese sido un dilatador del tiempo a la hora de hacer efectiva esa repatriación. Sin embargo, tener una clase dirigente relacionada con instituciones religiosas muy poderosas llevaron, a mi entender, a tomar una decisión precipitada. No comprendí que daba igual si la persona contagiada era misionero o no. Lo grave era que no estábamos preparados.

Una vez liberado mi discurso del prejuicio, resulta evidente que las autoridades sanitarias de nuestro país deberían desfilar con la carta de renuncia entre los dientes. No sé si están capacitados para dirigir esta crisis sanitaria o si deberían dimitir ya y dejar paso a personas más competentes. Pero más allá de la pésima gestión del Ministerio de Sanidad, y la ineptitud supina de la ministra Ana Mato, está la despreciable intención, muy común entre la clase política, de cargar toda la responsabilidad en el ‘error humano’. O sea, la culpa fue de la auxiliar de enfermería. De hecho, el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Javier Rodríguez, ya ha acusado a Teresa de mentir. Y esa actitud de los políticos para salvar su culo es más despreciable aún. Tanto Teresa como los misioneros enfermaron por estar cuidando a otras personas infectadas. Su profesionalidad y su entrega no están en entredicho. Lo que deberíamos discutir es el papel de las autoridades sanitarias que, una vez más, no están a la altura. Y no me vale el argumento de que Teresa ocultó información. Porque en una epidemia de este tipo, el protocolo debe contemplar incluso eso, que la gente mienta u oculte información por puro miedo. Eso demuestra, una vez más, que el error no es humano sino de la administración y las autoridades sanitarias que nunca estuvieron a la altura.

¿Por qué el personal sanitario denunció que no se les estaba entrenando de acuerdo con el protocolo internacional y aún así se les sometió a pacientes infectados? ¿Por qué no se hizo el seguimiento correcto a las personas en contacto con los enfermos? ¿Por qué nadie comenta que adquirir los trajes de nivel 4, exigidos por la OMS para estos casos, era más caro y se optó por los trajes de nivel 2, con guantes de látex sujetos con cinta adhesiva? A todas esas preguntas se niega a contestar Ana Mato y sus directores generales. Ya que han logrado convertir la ‘Marca España’ en la ‘Vergüenza de España’, al menos que se marchen con un gramo de dignidad y no pretendiendo culpabilizar al personal sanitario que está a mil años luz de sus gobernantes.

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