Han pasado nueve días desde la desconcertante sentencia de ‘La Manada’. Lo considero un tiempo prudente para no escribir, tal y como están las cosas, una columna constitutiva de delito al dejarme llevar por la rabia y la impotencia. Tiempo necesario para extraer algo de sensibilidad entre tanto ruido. Tiempo para aprender.
Si algo tengo más claro hoy, nueve días después, es que los jueces están para interpretar la ley y en esa interpretación convergen una serie de factores, ideológicos, culturales, personales, que obligatoriamente les tienen que hacer receptores susceptibles de nuestra crítica y valoración. Son jueces, no supremos sacerdotes de una civilización primitiva. Y precisamente porque creemos en la Justicia debemos ser implacables ante determinadas sentencias. No todas las decisiones judiciales merecen nuestro respeto como no todas las opiniones lo obtienen. ¿Hace falta que les recuerde la famosa sentencia de la minifalda? Como esa, hay muchas sentencias cada año. La mayoría sin trascendencia mediática ninguna. A veces, decir que respetamos determinadas decisiones judiciales es el peor favor que le podemos hacer a la Justicia.
Si algo tengo más claro hoy, nueve días después, es que la ambigüedad del lenguaje jurídico debe concretarse en sentencias firmes y me atrevería a decir que hasta pedagógicas, que no confundir con ejemplarizantes. De nada serviría que Urdangarín entrase en la cárcel si el mensaje que reposa en la sociedad española es que hay que tener cuidado con los socios que te echas o que el problema no es el delito sino que te pillen. Y si hay que cambiar la ley para evitar que un tribunal pueda argumentar que una sentencia injusta se ajusta a la ley, hagámoslo. Si hay que dejar por escrito que el consentimiento no se mide por las heridas, que NO es NO pero que la ausencia de un NO tampoco significa permiso, que solo un SÍ libre y consciente significa aprobación, hagámoslo.
Pero sobre todo, si algo tengo más claro hoy, nueve días después, es el peligroso relato que escribe esta sentencia en las conductas de los hombres y mujeres de esta sociedad. Una comunidad que aún se muestra laxa con un grupo de hombres que planifica tener sexo con una sola mujer –“follarnos una buena gorda entre los cinco sería apoteósico”-, se la llevan a un portal para someterla, violarla, grabar un vídeo y enviárselo por whatsapp como quien celebra una proeza, tiene un problema. Porque el mensaje que está enviando a las mujeres de este país es que si alguna vez tienen la desgracia de ser acorraladas por uno o varios violadores, deben luchar hasta poner en riesgo su vida si quieren que su palabra tenga constancia en un tribunal. Parece ser que no basta con demostrar la penetración; debes tener las suficientes heridas como para probar que te defendiste, que no había consentimiento.
Hoy, en el 2018, vuelvo a recordar aquellos comentarios que las madres decían a sus hijas, hace cuarenta años, alertándolas “de los hombres”. Y me enfado. Porque la jurisprudencia los ha legitimado, no se ha puesto en el lugar de la víctima para entender la particularidad del caso y ha demostrado, haciéndose partícipe, que la violencia hacia la mujer es algo estructural. Hay quien ve este caso con tantas lagunas que le provoca dudas. Es bueno dudar, cuestionarlo todo, pero aquí la duda, ofende. Quizá es que veo tan claro un relato en el que la figura de la mujer se presenta como un objeto de consumo, un ingrediente más para cerrar una divertida noche de “jolgorio y fiesta”, que disipo cualquier duda. (Ab)Usar el cuerpo de la mujer.
Históricamente, la sexualidad femenina, eso incluye su deseo, no existe si no es para procrear o como complemento a la masculina, a la patriarcal, para ser más exactos. El sexo entre dos mujeres es puro entretenimiento para el macho, poblando la mayor parte del porno heterosexual. Y esta sentencia consolida esa cultura antropológica y la legitima. Porque lo que deja claro es que, y ahora voy a saltar al vacío, aunque una mujer quiera disfrutar libremente de una sesión de sexo grupal, si al minuto de empezar quiere abandonarla, por la razón que sea, no podrá. No podrá porque el deseo del hombre tiene prioridad sobre el suyo. Y los hombres podrán hacer uso de su masculinidad, de su poder de intimidación, para satisfacer su deseo. Ella deberá someterse o rebelarse sabiendo que su pretensión será utilizada para deslegitimarla. Esa aberración primitiva la he sentido vigente en esa sentencia. El polvo se acaba cuando el tío se corre. Si ella no ha llegado al orgasmo, da igual. Esa es la historia de la sexualidad femenina contada por la masculina: un desprecio estructural hacia la dignidad y el deseo de la mujer.
Si algo tengo claro hoy, nueve días después, es que se acabó el tiempo de educar a las hijas, a las adolescentes, en el miedo y la prudencia, cargando toda la responsabilidad en sus actos, en su ropa, en el camino que eligen para volver a casa. Ha llegado el momento de educar a los hijos varones, niños y adolescentes, en el respeto, en qué es el consentimiento y qué no, en que su sexualidad no es superior a la de sus compañeras, en que ellos son los responsables de sus actos y no ella por sonreír, no llevar sujetador o besarle una primera vez.