Me he pasado casi dos semanas evitando opinar sobre el asunto Miguel Ángel Blanco. Y confieso que ha sido más difícil que intentar comprender qué hace un acelerador de partículas. Porque cuando las opiniones catalogan nuestra convivencia, necesitamos conocer el parecer del otro para saber si es de los nuestros; incluso para, en el caso contrario, poder cuestionar su calidad humana sin remordimiento de conciencia. Resulta evidente que las opiniones son una radiografía de los valores y principios éticos, morales, culturales de un individuo y, a su vez, en una sociedad polarizada, un motivo de pertenencia, o rechazo, al grupo. Y les cuento esto desde la sección de Opinión, que ya hay que tener cojones.
Lo que me incomoda es la autoridad con la que determinados argumentos intentan sojuzgar a los contrarios. Una cosa es el debate y otra, la imposición e institucionalización de un discurso basado en criterios de selección natural. Si estás conmigo eres de los buenos; si no lo estás, de los malos. Y eso es lo que me animó a escribir esta columna cuando, lo más inteligente por mi parte, hubiese sido continuar sin posicionarme para así poder sobrevivir al juicio ajeno.
Entiendo que los símbolos son fundamentales para una sociedad porque generan valores identitarios. Creo que las personas pueden, por sus acciones, por su compromiso, convertirse en símbolos. Sé que una identidad colectiva no tiene por qué coincidir con toda la sociedad e incluso puede no coincidir con lo legalmente establecido. Pero lo indiscutible es que el símbolo debe ser más considerado por la parte identitaria que lo reivindica que por la propia sociedad porque precisamente será el comportamiento de quien lo proclama lo que valide la representación.
Hubo muchas víctimas del holocausto nazi pero nadie discute que Anna Frank sea un símbolo de aquella barbarie. Muchas personas han padecido lgtbfobia en el deporte pero el futbolista Justin Fashanu es, a nivel mundial, un símbolo de las consecuencias de esa crueldad. Hasta Marcy Borders, una de las supervivientes del 11S, se convirtió en símbolo de aquellos atentados simplemente por una fotografía que Stan Honda le hizo y en la que aparecía toda cubierta de polvo. Y así podríamos ir sumando ejemplos. De esa manera, es lógico pensar que Miguel Ángel Blanco pueda ser un símbolo de la lucha de todo un país contra el terrorismo de ETA porque hay unas particularidades (el ultimátum, la cuenta atrás, la reacción popular) que convierten a la persona, al contexto de su asesinato, en representación de una lucha. Aquello que se llamó ‘espíritu de Ermua’ no fue otra cosa que un movimiento cívico que estaba por encima de consignas ideológicas y partidistas. Sin embargo, es el propio Partido Popular el que, en lugar de reconocer que ese espíritu, ese símbolo, ya no le pertenece, intenta capitalizarlo, sacarle rédito político, y ahí es donde él mismo neutraliza el poder del símbolo.
Cuando la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, rechaza poner una pancarta en memoria de Miguel Ángel Blanco para no destacar a una víctima entre las demás se equivoca en la valoración popular del símbolo pero acierta en la valoración personal del símbolo. Se equivoca al obviar que Miguel Ángel Blanco fue un símbolo porque él, al igual que las manos pintadas de blanco, fue una manera de exteriorizar un pensamiento y su valor ya estaba admitido en términos de recuerdo y reconocimiento.
Pero también creo que Carmena acierta en su decisión porque un símbolo también se construye, debe reforzarse con el tiempo, y cualquiera entiende que ha sido el propio Partido Popular el que ha utilizado el símbolo –repito, que ya no les pertenecía- no para conmemorar una lucha solidaria contra el terror sino para realimentar un discurso político y maniqueo que históricamente siempre ha propiciado beneficios electorales a todos los partidos. Lo primero que hay que hacer es proteger al símbolo de cualquier contaminación ideológica, sobre todo cuando hablamos de Derechos Humanos, para así perpetuar su valor. Es verdad que el asesinato de Miguel Ángel Blanco marcó un antes y un después en la lucha de este país contra el terrorismo de ETA. Pero es igual de cierto que el PP no dejó que ese espíritu germinase en la gente e inmediatamente trabajó para capitalizarlo. Llegó incluso a utilizar la fundación que llevaba su nombre para facturar de manera fraudulenta gastos de campaña electoral que han manchado el nombre de la víctima al vincularlo con la trama Gurtel.
Los símbolos son porque han dejado de pertenecer a sus creadores y pasan a ser de toda una sociedad o país. Porque su significado está por encima de cualquier consigna. No permitir que ese símbolo vuele por sí mismo es la manera más eficaz de neutralizarlo. Por eso es complejo querer tener la razón cuando se ha trabajado concienzudamente para perderla.