La izquierda invisible

No es un superpoder. En los cómics de superhéroes, tener la capacidad de volverse invisible era un poder sobrehumano pero está claro que en la vida política, no. Más bien al contrario. Vendría a ser una superincapacidad. Y tras la primera vuelta electoral en Francia, uno empieza a sospechar, con un abatimiento insufrible, que la izquierda europea está condenada a la invisibilidad. Lo natural, en circunstancias así, debería ser que todas las fuerzas de izquierdas de Europa, me atrevería a decir que del mundo, aún sabiendo que cada continente, cada país, cada ciudad y región tiene sus particularidades, se parasen a pensar qué diablos han hecho con la ideología.

Esta columna no pretende dar respuestas. No las tiene. Pero si al menos sirviese para que esos líderes “de izquierdas” escuchasen más allá de sus reuniones y mítines de conversos, para que comprendiesen que la vida real no tiene que coincidir con sus propios intereses, tal vez así podrían empezar a transformar algo con objetivos a muy largo plazo. Porque gracias a la peor izquierda de los últimos quince años, vamos a habitar en las sombras del conservadurismo, si no en la oscuridad del neoliberalismo más cruel y segregacionista, durante décadas. Puede que el optimismo no sea mi fuerte pero sospecho que no han hecho nada para sacarme de mi error.

Ser de izquierdas no es fácil. La historia lo demuestra. El conservadurismo nunca arriesga, juega sobre seguro, hace coincidir sus intereses como partido con los intereses de sus votantes sin ningún tipo de pudor -¿cuándo han visto a un gobierno de derechas no favorecer al empresario, al capital, a la religión?- y deja las reformas civiles, esas que hablan de igualdad, derechos y libertades, al amparo de una izquierda a la que aún hoy siguen viendo como algo molesto y un poco exótico. Me temo que el día que la izquierda gobernante, esa que en el siglo XX se definió como socialdemócrata, asumió que quien mandaba en política era el mercado, empezó a cavar su propia fosa.

Aquellos teóricos que hace ya casi cincuenta años nos hablaron del fin de las ideologías no podían estar más equivocados. Las ideologías cambian, se adaptan, se reinventan, pero nunca pueden morir. Porque mientras existan ciudadanos desfavorecidos, discriminados, perseguidos, habrá ideología. Y en esa reivindicación de la dignidad, la izquierda ha jugado un papel fundamental. ¿Y ahora?

El pensamiento ha dejado de ser diverso en nombre de la polarización, que siempre es una manera de adocenar la reflexión. Es más sencillo enfrentar el blanco al negro en lugar de descubrir toda una gama de grises. Y esa estrategia siempre beneficia a quien ya ostenta el poder. ¿Quiénes están gobernando, quienes están destrozando los logros del siglo pasado, quienes están adoctrinando, asesinando? Pues todos esos que vienen a su cabeza al contestar a la pregunta son los principales beneficiados de que este planeta esté dividido principalmente por dos conceptos: dinero y miedo. La izquierda entró en ese juego y perdió porque ese juego ya va en contra de la propia ética de la izquierda. Ya no sé, y como yo hay muchos ciudadanos, si a esta izquierda le interesa que el planeta se polarice para recuperar así un poder que no supo mantener.

La desigualdad social y económica son el principal enemigo de la izquierda. Mientras que la derecha las asume sin rubor en su propio adn, la izquierda se fortalece cuanto más lucha contra esa desigualdad garantizando la dignidad y el bienestar de todos sus ciudadanos. Cuando olvidas eso, estás jodido. Porque el desencanto del votante de izquierdas no es la reacción a un capricho inalcanzable; es la respuesta a una burla, a un menosprecio de sus ideales. Si la izquierda permite que “los mercados” –todos sabemos que el capital es conservador- decidan la política de un país, en qué hay que gastar dinero y cuánto, acaba traicionándose y desactivándose.

Esa desigualdad, a la larga, genera rencor, ese rencor alimenta el odio y ese odio siembra el miedo. Y la derecha ha aprendido muy bien de sus líderes religiosos sobre lo importante que es sembrar el miedo para alzarse después como salvador, sometiendo en nombre de la seguridad. Nadie va a reprocharle eso a la derecha. Pero si lo haces siendo de izquierdas, estás jodido.

Repito, ser de izquierdas no es fácil. La desunión y los celos de la izquierda no han hecho el camino más fácil pero son imagen de la pluralidad real de esa ideología. El votante de izquierdas es muy diverso, permeable a la decepción, muy exigente con su voto, quizá demasiado idealista, algo que en ocasiones le hace reaccionar con torpeza ante la realidad, pero no le tiene miedo al cambio. O no debería. Por eso no pueden seguir pretendiendo seducirlo con discursos de 1978 ni querer convencerlo de que el futuro y el progreso pasa por aceptar consignas neoliberales.

La ausencia de referentes positivos en la izquierda es otra razón devastadora. Portugal, el único país con una alianza de izquierdas que, al parecer, está funcionando bien, está completamente silenciado en nuestros medios de comunicación. Sin embargo, se publicita mucho el fracaso de la izquierda latinoamericana, ya sea hablando de Argentina, de Brasil, de Colombia, de Cuba y, por supuesto, de Venezuela. Ese es uno de los errores de la izquierda europea. La ausencia de referentes. Cuando la izquierda se convierte en un cliché, en algo fácilmente criticable y, en ocasiones, hasta parodiable, la batalla de la dignidad se pierde.

Los superpoderes pueden estar en manos de superhéroes o de supervillanos. Lo único que diferencia a los primeros de los segundos es su motivación: una lucha desinteresada en defensa del débil, de servicio a la comunidad y con valores éticos claramente diferenciadores respecto a sus rivales. Si nada de eso existe, deberíamos irnos preparando para habitar un planeta con más sombras que Gotham City.

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