Si la vida política española fuese una serie de televisión, hoy tendríamos un capítulo redondo con cliffhanger y todo. Yo, que empecé a consumir mucha ficción cuando la realidad comenzó a resultarme insoportable, allá por los siete años, tengo que decirles que, como en muchas grandes historias, el personaje menos interesante ha acabado siendo el más listo y manipulador de todos. Como el Keyser Söze de “Sospechosos habituales”.
Si algo no se puede negar en este punto de la historia es que el Partido Popular ha sido el partido político con mejor estrategia desde las elecciones del 20 de diciembre. Tras su victoriosa derrota intuyó que lo mejor era dejar el foco a los nuevos partidos, a las nuevas vedettes del espectáculo, para que así los espectadores no se fijasen en lo desgastado que estaba el reparto y en el hedor que despedía el guión. Ellos, que habían logrado mantener una fidelidad de votantes pese a los escandalosos casos de corrupción, que llegaban a cuestionar la legitimidad del propio partido, pese a las conductas nada ejemplares de sus dirigentes, pese al despilfarro de sus comunidades autónomas, pese a las leyes que han creado más desigualdad, se limitaron a salir discretamente del barro y dejar a los demás en la pelea.
Los delirios de grandeza de los nuevos partidos, la obcecación vergonzosa de Podemos y PSOE, las sesiones parlamentarias convertidas en un plató de Mediaset, todo aquello que en aquel momento vivimos entre la admiración y el estupor, todo aquello, repito, contribuyó a la estrategia. Durante meses, el partido más señalado por la corrupción en los últimos veinte años desapareció. Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y Albert Rivera protagonizaban titulares. Eran las cabezas del cartel. Esa fue su oportunidad y el Partido Popular debía intuir que en sus egos estaba implícito el desaprovecharla. Solo había que esperar.
Sánchez e Iglesias creyeron ser los maestros del Risk. El líder del PSOE se sintió abanderado y dio un paso al frente. Pero se equivocó de compañero de baile. Optó por Ciudadanos cuando la única pareja que podía bailar con él -y no con el PP- era Pablo Iglesias. Los mallorquines sabemos mucho de los partidos bisagra porque en la isla ya tuvimos un perfil similar al de Albert Rivera. Se llamaba María Antonia Munar. Ya saben dónde está la Munar ahora. Por eso no nos fiamos de los que anteponen la patria y les da lo mismo pactar con unos y con otros siempre y cuando a ellos les salgan las cuentas. Sí, ya sé que eso es posible en Dinamarca pero permítanme que les diga que si España no es Venezuela, desde luego tampoco es Dinamarca.
A Iglesias le cegó el brillo del oro. Creyó que él iba a canalizar el voto del desencanto, que estaba naciendo una nueva izquierda, que su forma de hacer política estaba siendo ejemplar. Iglesias se creyó casi Dios, pensaba que podía caminar sobre las aguas y en más de una ocasión se hundió. Ahora pienso que Rajoy debería estarle eternamente agradecido porque el enfrentamiento Sánchez-Iglesias fue la mejor campaña electoral del Partido Popular. Y así se demostró en las últimas elecciones. El único partido que aumentó sus votos fue el partido de Rajoy, de Cospedal, de Bárcenas, de Rato, de Barberá, de Aguirre. Ni Sánchez, ni Iglesias, ni Rivera son capaces de canalizar el desencanto. Al revés, lograron que este país (quitando los fanáticos de cada formación, que esos votan y dejan que la autocrítica se marche al tirar de la cadena) viese a la clase política como una panda de incapaces. Aquella fue su oportunidad. A veces pasa y si no juegas bien tus cartas, se pierde.
Rajoy logró, con su estrategia del avestruz, desgastar a un partido que acababa de nacer, como Podemos. Con el PSOE no tenía que esforzarse tanto porque sus ‘barones’ ya se bastaban solitos para consumir cualquier posibilidad de regeneración política de la izquierda socialista. De hecho, mientras el PSOE siga aplaudiendo a Felipe González cada vez que dice una boutade será difícil que un votante de izquierdas se identifique con su discurso.
Nada mejor que un montón de partidos enfrentándose en ruedas de prensa para que el espíritu conservador, ese que tanto daño ha hecho a la historia de este país, vuelva a contagiar el lema del malo conocido. El discurso del miedo fue suficiente para movilizar a un electorado a favor de la derecha. Sin embargo, la izquierda no logró movilizar al suyo. Y ahora, cuando todos se han sentado a analizar los resultados de las últimas elecciones, a preguntarse en qué se habían equivocado, Rajoy se levanta, sin una arruga en su traje porque quienes se pelearon durante meses fueron otros, y le tiende la mano a quien siempre fue su pareja de baile. Y yo, que soy de los que entiende el ‘no’ a Rajoy, veo ahora la estrategia perfectamente milimetrada. Convocar la investidura el 30 de agosto para que unas hipotéticas terceras elecciones sean el 25 de diciembre, día de Navidad, es el giro de guión perfecto para cerrar uno de los capítulos finales de esta temporada.
Yo, ahora, solo puedo sentirme profundamente decepcionado de la izquierda y sus líderes y absolutamente impactado por una de las mejores estrategias políticas que se han visto en este país. A ver como acaba la temporada.